Hace más de diez años, cuando todavía atendía a sus pacientes, intenté -¡irreverente de mí!- entrevistarla. Yo era una joven inexperta que apenas se iniciaba en el camino de la investigación y ella, amablemente, se negó. Abatida, me fui de la puerta de su casa (que por cierto bastante me había costado encontrar).

Ese rechazo de doña Carmela fue mi primer aprendizaje sobre el curanderismo: ella no se dejaba entrevistar porque temía “perder su don”: “Dios no le había dado la capacidad de curar para hacer fama o dinero, sino para ayudar a la gente que acudiera a pedir su intervención”.

A pesar de todos sus esfuerzos, la fama ya la tenía, la precedía, y la voz de que sus curas eran milagrosas se había corrido hace rato. Contarles alguno de los tantos relatos de gente a quien ella ayudó carece de sentido, porque seguramente de esos ya se conocen un montón.

Su muerte supone la partida de la curandera más famosa de Tucumán, pero, por suerte, lo que ella representa está más vivo que nunca.

Para muchos el curandero o la curandera no son sólo aquellos que saben curar de la ojeadura o tirarte el cuerito. Por el contrario, esa señora que cura es a quien podemos acudir angustiados con nuestro bebé en brazos y nos dará una solución. Es también esa persona que sabe detectar la envidia y reconocerla como un sentimiento que debe ser alejado.

En el curanderismo la enfermedad va más allá del malestar físico: no es un hecho impersonal, fortuito e individual. En casa del curandero se encuentran soluciones a mucho más que el dolor, se encuentran además explicaciones y culpables.